En el mundo del arte y el entretenimiento, casi cualquier práctica creativa comprende al lenguaje (a su lenguaje propio, para ser más precisos) como ese juego de matices y posibilidades, en donde las cosas pueden ser una dicotomía fundamentalista o tajante (esto es esto y no aquello), o bien una amplitud generosa y de múltiples lecturas (esto puede ser esto y también aquello).

Dicho de otro modo: en el arte, como en el cine o la música, oír y escuchar es esa “pequeña gran distinción” que cambia por completo las cosas y que -al igual que ver y observar- nos permite adentrarnos mejor a las cosas o, mejor aún, nos deja conocer más a profundidad al artista y su obra e incluso a nosotros mismos como individuos que forman parte de una colectividad. De tal manera, el escuchar puede ser el mundo de las posibilidades y el oír los bordes de los límites, o algo así.

 

Toda esta vueltesota viene a cuento sobre lo vivido el pasado 6 de abril de 2019 en el Foro Pegaso de Toluca, donde se llevó a cabo la más reciente edición del festival Ceremonia 2019, el cual, habría que decirlo sin cortapisas es el festival musical de mejor equilibrio y proyección internacional de México, gracias en buena medida a su curaduría e infraestructura. Sobre todo si se toma en cuenta que Ceremonia es, ante todo y sobre todas las cosas, un negocio multitudinario solvente, hecho que al final del día sí incide sobre nuestra experiencia, en donde unos buscan el disfrute y la diversión (el oír), y otros van por una experiencia de sublimación y discurso personal (el escuchar).

Como todo festival que lleva posicionado cerca de una década o más en el país (léase NRMAL, Corona Capital, Bahidorá, MUTEK MX, Vive Latino, etc.), los desafíos que se han sorteado no son pocos; legales, logísticos, financieros, curacionales e incluso a nivel interno, han formado parte de ese cosmos de aprendizaje que al final del día han hecho de los festivales un ente atractivo y solvente para miles.

A esto habría que agregar la personalidad del Ceremonia, el cual se caracteriza por aterrizar una propuesta que ha buscado cumplir con ciertas deudas de culto con el público mexicano (Björk, Nas, Snoop Dog, Massive Attack, Aphex Twin, etc.), con la electrónica de sesgo accesible y el hip hop de cuño generacional de cuño más novel, sin dejar de lado un discurso de inclusión y diversidad, el cual ha encontrado en la carpa de Traición su expresión más transgresora y poderosa a nivel discursivo frente a los demás festivales del país.

Ceremonia 2019: de oír y escuchar
Clubz. Foto: Gerardo Ordoñez

 

Dicho lo anterior, habría que decir que el pasado 6 de abril algunos vieron el Ceremonia mejor curado y con mayor consistencia (quizás también asistencia) en su historia, y otros observaron también que a mayor expansión y segmentación de propuesta, mayores son las brechas para disfrutar a pleno (zona Plus, contratiempos y percances carreteros, etc).

Desde temprano, el Ceremonia dejó caer las joyas y los momentos para la historia: donde unos oyeron la frescura y la propuesta más granada del momento (Aquihayaquihay, Defensa), otros escucharon que a ciertos ídolos tempraneros aún les falta cocción escénica (La Plebada, Bad Gyal). Asimismo, muchos atestiguaron con felicidad y entrega a las certezas más firmes y sólidas del pop latinoamericano (Clubz, Pablo Vittar, Little Jesus), con un saldo más bien parejo: diversión, felicidad, ambiente relajado y los cuerpos en pleno ejercicio de la frescura.

Sin embargo, la propuesta más compleja del festival, -aquella que divide públicos, aprieta los horarios, pone a prueba los cuerpos y exige sacrificios corporales, emocionales e incluso intelectuales- estaba por venir pasada su primera mitad.

 

Así, en donde algunos escucharon algunas de las mejores voces y actos de la jornada (cuánta belleza y falta de conexión al mismo tiempo con el r&b abstracto de Serpentwithfeet), otros presenciaron un rap revelación contundente (Denzel Curry), e incluso un techno refinado de altísimo rango, el cual fue trepando de lo etéreo y sublime hasta llegar a linderos duros e exigentes del baile y la noche (Yaeji, John Hopkins, Modeselektor).

De algún modo, la división de opiniones y perspectivas también es la diversidad y amplitud de los públicos y sus sensibilidades. Ahí donde unos oyeron unas guitarras ramplonas sin demasiada particularidad (Pussy Riot), otros vieron y escucharon a pleno un grito de protesta y resistencia urgente y necesario, en medio de la fiesta y el confort socioeconómico que nos plantea una experiencia de este tipo. Así mismo, donde unos comprendieron una sofisticación pop lo-fi sensual de corte genuino con Khruangbin, otros sólo leyeron una banda instrumental sin demasiada personal muy arriba en el cartel.

Ceremonia 2019: de oír y escuchar
Pussy Riot. Foto: Gerardo Ordoñez

Pasaba la noche, y la máxima expectativa también era división generacional y discursiva, ahí donde el gusto no sólo es disfrute sino también ideología y amplitud (o reducción) de miras: en la carpa Traición, Debit reventaba el mejor set de la carpa (y uno de los más contundentes que le hayamos visto, brutal), preparando el terreno para un acto de rompe y rasga supremo sin precedentes: Young Boy Dancing Group.

El cansancio y el frío hacían su cruenta aparición para enmarcar los momentos más memorables de la jornada, aquella donde las certezas se repartían como caramelos al público más seguro (DJ Koze, Parcels, Kaytranada), mientras los tres platos principales de la noche, todos distintos entre sí, tenían a un público entusiasta ya muy bien posicionado.  

El (mal) querer y el amar no es igual

Llegó Rosalía, la revelación catalana: 25 años, dos discos enormes, polémica flamenca y acusaciones de apropiación cultural a cuestas. Su show, por ponerlo en términos simplistas, echa mano de todos los recursos que engloban a un artista pop de su talle, ahí donde el hype lo explica todo: sensualidad, ligereza y carisma escénica, baile poderoso, coreografía suprema, narrativa coherente e efectista.

Ceremonia 2019: de oír y escuchar
Rosalia. Foto: Gerardo Ordoñez

 

Además, la autora de El Mal Querer (Sony, 2018) tiene los arrestos suficientes para hacer que lo que para algunos parece sólo pasteurización mediática, para otros sea un completo cambio de jugada dentro de la historia musical iberoamericana: Rosalía sabe cantar y conectar con el principal público y momento histórico que le tocó vivir, las mujeres; protagonistas de la sensibilidad y la fortaleza contemporánea. Lejos está de ese vocablo despectivo que históricamente endilgan los puristas gitanos: gachís. Quizás ahí también habría que buscar para escuchar mejor, y no sólo oír, lo que hace Rosalía, una artista que en completo viene a sumar.

En vivo, la mano de Pablo Díaz-Reixa (El Guincho, enorme) lo potencia todo, haciendo que el pop aflamencado se reconfigure y revitalice de forma sublime, haciendo que el talante local y aparentemente inverbe de Rosalía sea poderío de alcances fuertes y genuinos y, de paso, una de las mejores cosas que le han pasado al pop mundial en la última década. No obstante, muchos sólo oyeron crujir sus cansados huesos esperando la primera de las glorias británicas de la noche: Massive Attack.

Ceremonia 2019: de oír y escuchar

Massive Attack. Foto: Gerardo Ordoñez

Para quienes no pasó el tiempo encima, no vieron al combo mutante de Bristol hacer lo suyo años antes, o sencillamente la modernidad les detona toda la desconfianza y repele suficiente, Massive Attack fue uno de los actos de lo que va del año. Y es que es comprensible y atestiguable, los longevos portadores del placazo “padrinos del trip-hop” son, ante todo, unos músicos de altísimo nivel, oscuros, sofisticados, multidiversos, cuidadosos de su acto y de su audio. Así también de su discurso antisistema, con comentario irónico sobre el lugar mismo en donde se presentan (quien supo escuchar y no sólo oír el guiño Avicii de la noche quizás también vio la estela fugaz que surcó el firmamento).

Ceremonia 2019: de oír y escuchar
Aphex Twin. Foto: Gerardo Ordoñez

 

La banda de 3D y Daddy G superó el drama de la cancelación, sin interpretar el Mezzanine completo como se prometió originalmente, pero sí con un recién repuesto Horace Andy, los desternillantes Young Fathers y la poderosa voz de Deborah Miller, y con ese momento de belleza sublimada que fue la presencia de Liz Fraser, quien con voz un tanto cansina cautivó y atrapó la noche de forma gloriosa.

No obstante, otros vieron una banda madura en el pico de sus facultades; una de esas trayectorias en el “ya no más” de sus alcances creativos (que no interpretativos), lo cual no implica necesariamente una lectura negativa de su show ni de sus producciones más recientes, pero que de alguna manera sí explican un set si bien sólido, no tan contundente como el de otros momentos ya atestiguados.

El frío recrudecía, la comida escaseaba y el tiempo nos jugaba la primera mala pasada con el cambio de horario. Algunos, los más despistados, los cansados o los demasiados servidos, tuvieron que saltar del barco en hermoso-trágico hundimiento. O más que un barco, un megasistema ciberpunk en pleno cortocircuito. Y ahí donde los que sólo oyen son presa fácil y los que saben escuchar también, reconocieron en la “presentación” de Aphex Twin la apoteosis de la noche: un technocagadero anacrónico que sintetizaba con puntualidad e inteligencia al Ceremonia completo y a su público: una multitud joven e impactada, enterada o timada, inteligente e hiperestimulada, que sabía reconocer los tracks más poderosos y los remixes más intrincados, el detalle de fan y el tejido fino de la madrugada, aquella que carecía de tiempo, espacio y temperatura, tampoco de geografía.

Afuera, en la gélida polvadera de una Toluca atemporal y colapsada, los autos esperaban a los guerreros de la noche para devolverlos a su frágil realidad, esa en donde unos oyen voces y otros escuchan los pasos del gigante: un domingo suprimido y un lunes kilométrico.