Fotos: Miguel Ángel Luján
A casi una semana de lo ocurrido en la Casa del Lago de Chapultepec del 26 al 30 de noviembre, muchos de los asistentes a Germinal nos seguimos pellizcando el brazo para saber si todo aquello fue de verdad, seguimos tratando de recapitular en nuestra memoria cuándo fue la última vez que presenciamos algo así, bien curado e increíble, en un ambiente acogedor, sin marcas de por medio ni grandes dimensiones que entorpecen su apreciación. El Festival del Bosque que curó Rogelio Sosa fue todo un suceso, un paraíso sonoro de cinco días que desde ya queremos que vuelva a ocurrir.
Sí, se sigue repitiendo que es música no convencional, no multitudinaria, distinta y abstracta que requiere de una voluntad notable por parte del escucha. Sí, también hay algo de cierto en que la parte medular del público parecen ser los mismos cien, doscientos aferrados de todos los años que saben de qué va. Sin embargo, esos cien o doscientos aferrados eran menos fácil hace diez años, van en aumento y su voz se hace presente al grado de poder darle vida entre organizadores y talento, a un festival que viene como un chingadazo de clorofila musical al entorno de saturación-espectáculo y crisis social por el que atravesamos.
Durante las jornadas musicales vimos una pequeña multitud constante (¿dos mil, cinco mil personas que sumaban el público flotante?), perdidos en el bosque y familias curiosas que iban y venían, que en ocasiones corrieron despavoridas ante las pinceladas punzocortantes de Kevin Drumm el viernes 28 de noviembre, aunque también vimos padres de familias bien prendidos con poder metalero a la vieja escuela de Terror Cósmico: “Espérate Claudia, estos sí están bien roqueros”.
Sin temor a sobredimensionar el potencial impacto futuro de estos primeros cinco días, podemos decir que Germinal vino a dar un pequeño y preciso cambio de tuerca al saturado panorama de festivales en nuestro país, ya que pocos habían leído con tal precisión los cruzamientos de gustos, filias, prácticas e intereses que atienden a un nuevo público entendido, sensible y ávido de propuestas frescas, arriesgadas y de calidad. Sí, hay quien gusta del jazz más abigarrado, el rock más guitarrero cuatro cuartos, el noise más saturado y los paisajes melancólicos electrónicos más refinados. Todo al mismo tiempo, todo en un mismo lugar. “No, ni me gusta de todo pero me gustan muchas cosas distintas”. Una vez más, la curaduría y el criterio pueden dotar de identidad y sentido a un evento que regularmente se nos muestra como entretenimiento, espectáculo acéfalo y pasarela social.
Quien no haya estado enterado de quiénes se estuvieron entregando en el escenario, debemos decir que Rogelio Sosa y su equipo no escatimó en leyendas y referentes: desde el día uno pudimos ver al extraordinario jazzista Ken Vandermark, a quien algunos admiramos profundamente por ser de los pocos que le dan buena batalla y gas improvisado en vivo al gran Peter Brötzman; o Arto Lindsay cerrando el sábado ante una multitud gozosa y boquiabierta que renovó sus votos ante el ex líder de los míticos DNA, tras su presentación hace algunos años en el Cine Tonalá en solitario, y de enorme sorpresa para quienes lo pudieron ver por vez primera. O qué tal el encanto hipnótico del viernes con la melancolía e introyección de William Basinski, un prodigio secreto de Estados Unidos; ver al lado del lago a Jozef van Wissem encantar a la pequeña concurrencia con su laúd, caminando entre la gente, sin micrófono al final de su presentación, en una suerte de intimidad excepcional. El despliegue técnico de Sir Richard Bishop no demeritó en ningún momento el sentimiento y misticismo de su guitarra eléctrica.
El talento nacional también tuvo sus momentos excepcionales, y tanto las generaciones más sólidas (Manuel Rocha, el mismo Sosa, Germán Bringas) como los talentos en vías de consolidación (Rolando Hernández, Juan José Rivas) demostraron que la música y los símbolos culturales no son una cuestión de niveles socioeconómicos o de comparaciones anómalas como si de un mundial se tratara. Las sensibilidades son bien particulares, y se dejó de patente que la calidad local es firme y continúa en crecimiento.
Casi todo el tiempo hubo contundencia y “carnita” de calidad: Eugene Chadbourne y su cerebro lúdico a mil por hora, Bill Orcutt descagando su guitarra acústica para luego entrar en ruido eléctrico total; la sorpresa del sábado, los finlandeses psicodélico-minimalistas de Jarse (quienes nos recordaron a lo más granado del krautrock), reventaron al público y sus viniles que se agotaron en cuestión de minutos. Para el domingo todo fue emotividad y belleza al ver familias en el pasto, escuchando los pianos de Nyman sin soslayar el contexto social que se atraviesa, activando otros ángulos y perspectivas de lectura de las cosas. Tendiendo un puente entre las diversas maneras de percibir y pensar.
En Freim nos gusta pensar en que a veces el lenguaje verbal limita o ciñe a las cosas; se les desprovee con frecuencia de lo maravillosas de lo que realmente pueden llegar a ser. Festivales como NRMAL son distintivos y únicos, en buena medida porque van más allá y se asumen como una plataforma, más que el festival. El Facebook de Germinal, que fue un eje fundamental para estar al tanto, no dice banda, no dice gira de conciertos. Hay una etiqueta que lo denota como Comunidad. Una que va creciendo año con año, que se va abriendo con gusto y voluntad a las propuestas de cambio desde trincheras distintas, no únicamente la música o el cine o la instalación sonora. No sólo somos los mismos cien o doscientos pelados de hace diez años. El simple hecho de regalar un festival así de grande a la ciudad ya es un suceso en sí mismo, un éxito y un hito para la historia cultural del DF. Todo lo que viene en camino tenemos la firme creencia que será cosecha y abundancia.