Joan Baez es una de esas voces importantes de la generación de los sesenta, infinitamente superior en cuanto interpretación vocal de muchos de sus contemporáneos se refiere. Sobre todo de Bob Dylan, de quien fue compañera y musa en su momento.
El martes 1 de abril, Baez, de 76 años e impresionante forma vocal se presentó por primera vez en la tierra natal de su padre, a la que dedicó un set modificado especialmente para la noche, con muchos temas que abrevan de la tradición de protesta latinoamericana.
Fue una hora y media en la que Joan, acompañada de dos músicos, un guitarrista-bajista- pianista y un percusionista, más esporádicas apariciones de su asistente personal al micrófono, destacó por un espíritu ligero, una voz dulce sin llegar a ser empalagosa y un set lleno de historias de amor, dolor y trabajo. Joan logra conmover sin dramatismo en temas que no nos son ajenos, que hablan de los desterrados, de los límites y la resistencia: “Deportees”, “Mi Venganza”, “El Preso”, “Gracias a la Vida” o hasta “Imagine” de John Lennon.
Una noche alejada de los revendedores, los souvenirs y los coros ensordecedores a la menor provocación. Parece que a Baez le interesa más compartir y entregar que lucir y demostrar. Una artista que usa sus cualidades y recursos estéticos como canal de su mensaje, uno muy politizado y directo, muy dulce e íntimo. Firme mas no agresivo, cálido pero no abrasivo. La grandeza y lo increíble viene de la sencillez de esta artista, a la que pese a que no se le puede desligar de Bob Dylan, es justo la antípoda actual (al menos en forma) del autor de “Like a rolling stone”.
Baez conoce a su público pese a ser la primera vez que lo visita: lo mismo entrega temas de “Bobbie”, “uno de los mejores escritores de mi generación”, arguye como si no hubiera dicho nada demasiado importante, al igual que se avienta unas versiones sorprendentes por su sencillez y calidez como la clasicota sesentera “The house of the rising sun”, la hermosísima “Just the way that you are” o la siempre bien ponderada “Gracias a la vida” interpretada por medio centenar de trovadores latinoamericanos.
Joan no está de moda, no es cool ni roquer, no es un éxito en ventas ni una mujer que mueva masas. Es una artista comprometida con la colectividad y el corazón de sus ideales personales, alguien que pudo subirse al tren del éxito de Dylan sin mayor problema hace mucho, pero que rechazó todo aquel brillo y bluffing social, para mirar hacia la gente y caminar a la par. Baez es cristiana, folk de la cepa menos experimental y cero “divertida” para muchos. No es alguien que entre en la categoría de show de entretenimiento, no es una “leyenda viviente” ni nada que se le parezca. A cambio, entrega la grandeza y el corazón así como viene. Así como es.
Pocos jóvenes o conocedores apasionados en la noche del martes 1 de abril. En su lugar, una cofradía de gente mayor, agradecida y de tendencias políticas claras entró en contacto con esa deuda personal con Baez, quien lo sabía además; lo celebraba sonriendo y entregando el corazón en cada una de las 21 canciones que regaló durante hora y media.
¿El final? Minutos de aplausos que la obligaron salir de nueva cuenta al escenario, una versión a capela de “No nos moverán” y el corazón del público adentro de sus guitarras. La fama de Joan es la de quien conserva una idea y la defiende, la de los feos y los oprimidos; su importancia no se mide en discos, no se calcula, no importa. Ella sonríe de forma franca.
La de este martes fue la mejor de las noches más impopulares en cuanto a conciertos se refiere. Una de esas que casi no ocurren. Si Joan Baez fuera menos internacional probablemente estaría tocando en una plaza pública al lado de Texeiro, “El Mastuerzo” o Leticia Servín. A cambio del reflector, Joan dio uno de los conciertos más memorables del año en curso. Inolvidable. Así nomás.