De diversas maneras, la violencia o el maltrato hacia las mujeres ha estado presente a lo largo de la historia, y en distintas sociedades. El “patriarcado”, ha sido nombrado a partir del establecimiento, ya sea por religión, sociedad, cultura, de un conjunto de atributos y roles diferenciados entre géneros, donde la subordinación y el sometimiento ha prevalecido de hombres a mujeres, es lo denominado “cultura machista”. Esta relación se ha sostenido durante siglos, lo que ha conferido el tributo de sumisión, domesticidad, moralidad y honor en el cual el hombre ejerce su dominio y luce su superioridad ante el género opuesto. De ahí que la “masculinidad” surja como una jerarquía que le da sentido de identidad. Un estatus instituido que ha mellado en en la vida social, económica e incluso biológica de hombres hacia mujeres en medio de una relación desigual.
En la Ciudad de México surgió una creciente y sólida movilización de mujeres jóvenes, sobre todo, que tomaron el espacio público como calles, plazas, universidades, medios masivos y principalmente redes sociales, para manifestar el descontento derivado de distintos tipos de desigualdad.
No fue fortuita la forma agresiva de manifestarse, debido a los repuntes de violencia en contra de mujeres alzaron la voz fuertemente en todo el país. La demanda principal siempre ha sido el alto a la violencia, mujeres violentadas por sus parejas sentimentales, mujeres acosadas en sus lugares de trabajo, niñas abusadas en el núcleo familiar, trabajadoras con sueldos por debajo de un hombre realizando las misma tareas. Por supuesto, lo más desgarrador, el feminicidio en cualquiera de sus monstruosas formas que se han perpetrado, en muy diversos casos particulares en toda la Republica Mexicana.
Desde hace más de cuatro décadas los feminicidios ya eran una dramática escena en diversas entidades del país, Ecatepec, en el Estado de México, Veracruz, Guerrero entre muchos otros. Esta mancha que se expande cada vez más en la geografía de la violencia ha llegado con fuerza a la Ciudad de México.
El aumento de los feminicidios ha sido, sin duda, la punta de lanza de la nueva oleada de movilización feminista, pero éste ha ido de la mano de otros muchos agravios y modalidades de violencia de género cada vez más inaceptables e intolerables para las mujeres, especialmente para las nuevas generaciones de jóvenes, amenazadas en su vida cotidiana.
Un movimiento que se intensificó fue el que surgió al interior de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en el seno de la máxima casa de estudios, incrustada en el seno de la capital del país, donde las denuncias se trataban de estudiantes acosadas por profesores y compañeros, desapariciones, así como reiterados casos de violación, incluso feminicidio. Lo anterior en el marco de un lugar que se supondría seguro, no solo por el medio académico sino también en el sentido institucional y de convivencia con profesores y compañeros universitarios.
Esto condujo a que diversos colectivos estudiantiles de mujeres jóvenes realizaran numerosas movilizaciones y llevaran al paro a varias escuelas de bachillerato y nivel superior. También, a que el movimiento rebasara los confines de la universidad y saliera a las calles, convocando a otros colectivos y lideres sociales, se uniera así también a una ola mucho más amplia, latente en el país como la llamada “Marea Verde”, por la despenalización del aborto.
Se fue posicionando un eje común para la acción, en el que confluyeron muy diversas demandas de movimientos previos y actuales centrados en la violencia contra las mujeres. En particular, la movilización organizada en el mes de agosto de 2019 ante el Gobierno de la Ciudad de México para denunciar la impunidad y falta de respuesta ante la violación de una mujer por policías locales fue un episodio que condensó los agravios acumulados y que agudizó la protesta al recibir una respuesta desatinada de las autoridades locales, quienes minimizaron la gravedad de la denuncia y no la atendieron como correspondía.
Mediante encuestas realizadas por el INEGI y otras instituciones dedicadas a la investigación de género, nos muestran algunas cifras que confirman el tipo de violencia que se ejerce. De los diversos tipos, la emocional es la más alta (49 %) y le siguen la sexual (41.3 %), la económica (29 %) y la física (34 %). Estas mismas encuestas revelan que por cada 100 mujeres de 15 años o más que han tenido pareja o esposo, 42 de las casadas y 59 de las separadas, divorciadas o viudas han vivido situaciones de violencia emocional, económica, física o sexual, siendo la emocional la más recurrente; destacan 10 entidades que están por encima de la media nacional, Estado de México, Chihuahua, Ciudad de México, Baja California, Coahuila, Jalisco, Durango, Querétaro, Guerrero y Yucatán.
La impunidad ha sido un factor que ha hecho crecer en gran medida las intensas movilizaciones. Las sanciones a los delitos son procesos que permanecen indefinidos o estancados, que caminan con gran lentitud y que no garantizan la justicia ni la reparación del daño; en la mayor parte de los casos no se traducen en hechos tangibles y por tanto el enojo crece.
Esto es, persiste una falta de justicia en términos de violencia hacia las mujeres que responde a factores de diverso orden, como las dificultades de siempre en México en los procedimientos judiciales, el temor de las víctimas a las denuncias, la ineficacia del sistema de justicia, la errónea clasificación de los delitos, la falta de sensibilidad de jueces y funcionarios con respecto a la condición de género y, en muchos sentidos, la simulación en el interés por el tema; a esto se añade igualmente el hecho de que, en términos generales, quienes llevan a cabo estos procedimientos dentro del sistema de justicia lo hacen también desde una “visión de género”, cargada de prejuicios y estigmas contra las mujeres. Algunos datos recientes indican, por ejemplo que, en términos generales, de los 33 millones de delitos que se registran en el país cada año sólo se denuncian 1,900. Así de mínima es la justicia en México.
En todos los casos, es común la falta de respuesta efectiva a los diversos sucesos de violencia; desde el acoso hasta el feminicidio han carecido en general de la atención correspondiente, del seguimiento del debido proceso, y de la reparación del daño, cualquiera que sea la modalidad en que ésta deba hacerse. Entre otras cosas, el aumento en la violencia de género y, en particular, de los feminicidios, se debe precisamente a que pese a toda la parafernalia jurídica e institucional existente, los agresores saben bien que “no pasa nada”, y en última instancia se harán acreedores a sólo un castigo menor. De aquí que sea la impunidad una de las causas de mayor agravio para las mujeres que han sido víctimas de violencia, al mismo tiempo es uno de los desencadenantes de la rabia y de la movilización feminista.
El movimiento masivo de mujeres ha surgido con fuerza en las nuevas generaciones, con diversos grados de autonomía, desarrollo de capacidades propias, ejercicio de libertades, acceso a posiciones de poder, es decir, mujeres en condiciones de aparente “igualdad”, recordemos que el gobierno actual ha distribuido cargos, en principio, igualitarios para del desempeño del sexenio.
Es en este contexto de falta de justicia donde se explica la hostilidad, la animadversión, la misoginia, la saña, la crueldad extrema; donde es posible entender las vejaciones y las violaciones y, sobre todo, la mayor recurrencia del feminicidio. Mujeres que por fin y de una vez por todas, abandonan ese papel histórico y se rebelan, se “empoderan” de una u otra forma, las que despojan a los varones de su pedestal y se vuelven por ello depositarias de su odio.
En muchos sentidos, algunas mujeres jóvenes que protagonizan el movimiento feminista actual son sin duda herederas del trayecto y la tradición feminista ya instalada en México aunque parezca que es nueva, en particular en la Ciudad de México, de muchas maneras son depositarias de los logros previos en este tema. No obstante, resulta interesante y paradójico constatar que de manera declarada no existe un reconocimiento del actual movimiento como continuación de tal herencia, y tampoco el reconocimiento de algún tipo de parentesco manifiesto con sus antecesoras. Una de las peculiaridades de feministas de este siglo XXI, específicamente a las que potenciaron el movimiento en 2019, es que se muestran precisamente como nuevas líderes, con lenguaje, estrategias de acción, con un hábil manejo de las redes sociales y con demandas que parecieran propias, que definen su singularidad y, en buena medida también, su pertenencia a una nueva generación. Lo cierto es que todas devienen de un proceso histórico que ha marcado diversas pautas de actuación. Tal vez lo más identificable sea precisamente su juventud pues las protagonistas más visibles son mujeres entre 18 y 23 años, muchas de ellas estudiantes del nivel medio superior (bachillerato) y de licenciatura. Entre las convocantes originarias, prácticamente no se visualizan mujeres jóvenes de entre 25 y 35 años y menos aún mujeres maduras o de la tercera edad. La mayor parte son de clases medias y populares, insertas de una u otra manera en la universidad pública y, por ello, con cierto nivel de formación e información.
Como es evidente, las redes sociales han jugado un papel importante en la proliferación del movimiento, sobretodo en el 2019, 2020 y 2021 donde la pandemia nos obligó a “resguardarnos en nuestras casas”, pero con la triste realidad del aumento de violencia precisamente al estar en mayor contacto y cercanía con el agresor. Usando las redes sociales con el #metoo y #nomecuidanmeviolan, se hizo viral el reclamo unificado de mujeres que permeó como nunca antes se había visto y claro, debido al fenómeno tan poderoso que es el internet.
En tales condiciones actuales que estamos viviendo donde la información corre gran velocidad, la exigencia, la indignación y la rabia fueron mucho más allá de la demanda cívica y la petición formal. En las marchas las principales consignas dictaban: “Nos queremos vivas”, “Ni una menos”, “México feminicida”, “La patria mata”, “Que arda la simulación”, “Si tocas a una respondemos todas”, “Vivas y sin miedo”, “El miedo ya no nos paraliza, nos despierta”, “Ni una más, ni una más, ni una asesinada más”, “Disculpe las molestias, pero nos están matando”. Cada consigna hace evidente la rabia contra la violencia, la impunidad y la simulación de las autoridades, así como la adrenalina que las impulsa y la disposición a llegar hasta las últimas consecuencias. El ímpetu y el enojo superan el discurso y se expresan directamente en protestas con diamantina, vistosas pintas sobre monumentos y sitios patrimoniales (el Ángel de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez, los edificios históricos, el palacio de Bellas Artes y las puertas del propio Palacio Nacional en la plaza central); las mujeres se apropian de ellos y dejan plasmadas en sus texturas su rabia y su hartazgo. Algunas mujeres en grupos asisten a la marcha vestidas de negro y encapuchadas, con los rostros cubiertos y empuñando palos, objetos punzocortantes y gases lacrimógenos, golpean ventanas, puertas, puestos callejeros y monumentos que encuentran a su paso. Es también manifiesto su ánimo violento y su incompatibilidad con las “buenas formas” y el “comportamiento cívico”.
Este 8 de marzo 2022, se vivirá nuevamente la euforia, las ganas de que poco a poco el proceso iniciado en México hace ya varias décadas se vaya cerrando en aras de un país mejor para todos pero principalmente para las mujeres. Como siempre, existirán sectores de la sociedad que apoyen, que se sumen y otros que seguirán condenando los actos violentos y criticando las maneras de proceder en las marchas y movimientos. Lo cierto, es que ésta fuerza que se intensificó a penas hace unos años, ya no muestra signos de frenar, sino por el contrario, de seguir adelante conquistando nuevas leyes y logrando cada día mas por el bienestar de niñas, jóvenes y madres de víctimas que no han logrado sentir la justicia en sus manos y que probablemente mueran con el sentimiento embargante de impunidad como en el caso de aquella madre que luchó con todas sus fuerza y su sed de justicia; a la que recientemente y con todo acierto hicieron una película para nuestra memoria. Las tres muertes de Marisela Escobedo. La primera muerte cuando supo que su hija estaba muerta, la segunda, cuando la justicia dejó libre al agresor y la tercera, la que le quitara la vida en manos de hombres temerosos de ser expuestos. Sin duda, nos resta camino pero ya podemos ver algo concreto.