Spotify, el gigante indiscutible del streaming musical, se encuentra en medio de una tormenta perfecta. A pesar de su crecimiento constante en usuarios y un aumento en sus ingresos, la plataforma enfrenta una crisis multifacética que amenaza con redefinir su relación con artistas y oyentes. En el corazón de esta controversia laten dos problemáticas interconectadas: las inversiones personales de su CEO, Daniel Ek, en la controvertida industria de la inteligencia artificial militar, y la persistente y arraigada insatisfacción de los artistas con las ínfimas regalías que reciben por su trabajo. La confluencia de estos factores ha desatado una ola de boicots por parte de figuras prominentes de la música, encendiendo un debate crucial sobre la ética corporativa en la era digital y el futuro de la música en streaming.
La melodía discordante de la ética en el streaming
El CEO y los drones: la inversión en Helsing
La chispa que encendió la actual controversia es la profunda incursión de Daniel Ek, cofundador y CEO de Spotify, en el sector armamentístico. A través de su fondo de inversión Prima Materia, Ek ha vertido sumas considerables en Helsing, una ‘startup’ alemana especializada en software militar basado en inteligencia artificial. En 2021, la inversión inicial de Ek fue de 100 millones de euros, una cifra que se disparó con otros 600 millones de euros en junio de 2025, elevando su compromiso total a unos 700 millones de euros (o 694 millones de dólares). Esta última inyección de capital no solo ha catapultado a Helsing a una valoración de alrededor de 12 mil millones de euros (13.8 mil millones de dólares), sino que también ha llevado a Ek a asumir la presidencia de la compañía.

Helsing se dedica al desarrollo de software de IA para mejorar las capacidades militares de gobiernos democráticos, incluyendo la plataforma Altra Recce-Strike, el dron kamikaze HX-2, y sistemas de IA para guerra electrónica y combate aéreo. Sus drones de munición merodeadora, como el HF-1 y el HX-2, son capaces de navegación y focalización autónomas, y su IA está diseñada para analizar vastas cantidades de datos del campo de batalla en tiempo real. De hecho, esta tecnología ya había sido desplegada por las fuerzas ucranianas desde 2022.
Las implicaciones éticas de esta inversión son profundas. El desarrollo de sistemas de armas autónomos, a menudo llamados “robots asesinos”, plantea serias preocupaciones sobre la rendición de cuentas en combate. Artistas y críticos han condenado la tecnología de batalla de IA como un “nuevo artículo de moda para los súper ricos”, expresando una fuerte objeción moral a que su música esté asociada o financie indirectamente tales tecnologías.
Daniel Ek ha justificado su inversión argumentando: “a medida que Europa fortalece rápidamente sus capacidades de defensa en respuesta a los desafíos geopolíticos en evolución, existe una necesidad urgente de inversiones en tecnologías avanzadas que aseguren su autonomía estratégica y preparación para la seguridad”.
Sin embargo, a pesar de la magnitud de la controversia, Spotify como empresa no ha emitido una declaración corporativa oficial que aborde directamente la inversión personal de su CEO. Esta falta de respuesta ha sido interpretada por muchos usuarios como complicidad o indiferencia, alimentando aún más el descontento.
La inversión de Ek y su rol como presidente de Helsing, difuminan las líneas entre sus actividades privadas y la imagen corporativa de Spotify. Los artistas y usuarios vinculan explícitamente sus suscripciones a la financiación de tecnologías militares, generando un desafío de relaciones públicas que el silencio de la compañía solo exacerba.
La lucha por una compensación justa: el talón de aquiles de Spotify
Más allá de la reciente controversia por las armas, Spotify ha sido un blanco constante de críticas por sus políticas de compensación a los artistas, un problema de larga data que se ha visto agravado por nuevas medidas.
Spotify no paga una cantidad fija por reproducción, sino que opera con un “sistema de fondo de pago”. Los ingresos de las suscripciones premium y la publicidad se agrupan y luego se distribuyen en función de la “cuota de mercado” de un artista. En promedio, los artistas ganan entre 0.003 y 0.005 dólares por reproducción. Esto significa que un millón de reproducciones podría generar entre 3,000 y 5,000 dólares sin contar deducciones de sellos o distribuidores. Las tasas varían según la ubicación del oyente (EE. UU. y el Reino Unido pagan más) y el tipo de suscripción (premium genera más ingresos).
Spotify defiende su modelo argumentando que monetiza una audiencia que antes descargaba ilegalmente y que distribuye aproximadamente el 70% de sus ingresos totales a los titulares de derechos. Sin embargo, la crítica más reciente se centra en la implementación, a partir de abril de 2024, de una nueva política que exige un mínimo de 1,000 reproducciones en los 12 meses anteriores para que una pista sea elegible para el cálculo de regalías.
Según Tony van Veen, CEO de Disc Makers, esta regla ha “desmonetizado efectivamente” el 87% de todas las pistas en Spotify, lo que equivale a 175.5 millones de canciones que ahora no generan regalías. Su análisis estima que casi 47 millones de dólares en regalías por grabaciones de sonido no se pagaron en 2024 debido a esta política, afectando desproporcionadamente a los artistas emergentes. Spotify ha respondido que el 99.5% de todas las reproducciones provienen de pistas con al menos 1,000 reproducciones anuales, y que estas pistas representan solo el 0.5% del fondo total de regalías (aproximadamente 50 millones de dólares de los más de 10 mil millones de dólares en 2024). La compañía sostiene que estas pequeñas cantidades a menudo no llegan a los artistas debido a los umbrales mínimos de retiro de los distribuidores. Sin embargo, artistas como Ari Herstand, señalan que la mayoría de los artistas lanzan múltiples canciones, y las regalías combinadas de su catálogo a menudo superarían estos umbrales, calificando la política como una iniciativa de “Robin Hood inverso” impulsada por las principales discográficas.
La combinación de pagos bajos y la nueva política del umbral de 1,000 reproducciones intensifica la percepción de que el modelo de negocio de Spotify es fundamentalmente explotador, favoreciendo a las grandes discográficas y la rentabilidad de la plataforma por encima de la vasta mayoría de los creadores.
Por otro lado, claro que hay plataformas alternativas que se distinguen no solo por sus tasas de pago, sino también por sus modelos de negocio y compromisos éticos. Bandcamp, por ejemplo, que se rige por una filosofía “artista-primero”, priorizando los ingresos del artista y las relaciones directas entre artista y fan. Tidal se centra en empoderar a los artistas y proporcionar pagos más altos y transparentes y también encontramos a Resonate, que se presenta como el primer servicio de streaming de música cooperativo del mundo, gobernado democráticamente por sus miembros.
Todos estos antecedentes revelan que la controversia de Spotify es tan solo el principio; un síntoma de una transformación más amplia en la industria musical que, aunque quizás no es tan masiva en cuanto a la pérdida de suscriptores, si está generando un daño reputacional significativo y un cambio en la percepción pública.
Un futuro en transformación
La industria musical, con su intrincada red de oferta y demanda, nos enfrenta a una pregunta fundamental en la era digital: ¿dónde depositamos nuestro dinero y, por extensión, nuestra lealtad? Los boicots lanzados por artistas son la manifestación de una oferta que se retira, una declaración moral de creadores que se niegan a ser cómplices de un sistema que los precariza y, en el caso más reciente, financia conflictos bélicos. Sin embargo, el verdadero poder para generar una reacción en cadena que cambie el juego no reside únicamente en los artistas, sino en la respuesta del oyente. Como afirmó Rubén Albarrán, “la fuerza que tiene Spotify es la que le demos nosotros”.
El boicot de la demanda es la única fuerza que puede romper la peligrosa simbiosis entre Spotify y los grandes sellos discográficos. Un movimiento masivo de usuarios que decida dejar de dar dinero a la plataforma golpea el valor de mercado de la empresa , la única métrica que importa para sus inversores y socios. Cuando esto ocurre, los sellos se ven obligados a reevaluar una alianza que ya no es tan rentable o reputacionalmente sostenible. Así, el acto de dejar de financiar a Spotify, más allá de ser un simple gesto, se convierte en un voto ético y necesario contra la violencia y a favor de los artistas.
En última instancia, el verdadero poder no está en las listas de reproducción ni en las acciones de una empresa; está en el clic del usuario. Es ahí donde la música podría empezar a recuperar su voz y la industria se vea obligada a escuchar.








